Perspectiva

Por Marcos Pineda

Cuando el terremoto del 19 de septiembre de 1985 -y su réplica más fuerte del día siguiente por la tarde azotaron al entonces Distrito Federal, México atravesaba por una severa crisis económica y la popularidad del presidente Miguel de la Madrid Hurtado caía en picada. Los índices inflacionarios, la pérdida de empleos formales, la escasez de inversiones productivas, nacionales y extranjeras, eran algunos de los signos de que el modelo de desarrollo utilizado en las últimas décadas se estaba agotando. Y eso comenzaba a resentirlo la población más vulnerable.

La sociedad civil emergió no únicamente para colaborar ante el desastre, que a la postre se supo, alcanzó alrededor de 20 mil víctimas fatales del terremoto, sino rebasó a las instancias de gobierno, convirtiéndose rápidamente en colectivos de distintos tipos, cada vez más actuantes y organizados. Lo sentimientos de solidaridad se trasladaron a otros ámbitos, más allá del rescate y la reconstrucción.
Varias de las organizaciones sociales que se formaron en esa época dieron paso a su formalización, registrándose como asociaciones civiles y obteniendo con ello un reconocimiento de existencia jurídica, que algunas incluso llevaron a Naciones Unidas para obtener la categoría de Organizaciones No Gubernamentales (ONG). Otras se mantuvieron en la informalidad, pero no dejaron de hacer trabajo comunitario ni de extender su gama de actividades.

La premisa fundamental para el crecimiento y expansión de las Organizaciones de la Sociedad Civil fue la misma que en otros países: que la sociedad organizada se hiciera cargo de aquello que el gobierno no hacía por falta de recursos, porque no era de su interés político o porque de plano no tenía la más mínima idea de cómo solucionar. El gobierno vio con recelo a la sociedad civil y viceversa, pues a la par del descontento con el régimen priista y las divisiones en su interior, que demandaban la democratización y el estado de derecho, surgían organizaciones que no querían ser parte del gobierno ni tener filiación partidista, pero también estaban cansadas del sistema y de las cúpulas que lo dominaban. Los gobiernos entendieron que la sociedad civil organizada ayudaba a resolver problemas y atender carencias, y hasta tenía potencial para generar desarrollo y crecimiento económico. Así, la relación comenzó a cambiar, aunque los políticos siempre trataron de mantener al margen de los procesos electorales a la sociedad civil. O sea, apoyen, pero no se metan en nuestros dominios. Y a cambio comenzó paulatinamente a reconocérseles y apoyárseles también.

De que hubo organizaciones que se corrompieron, las hubo. Pero ese es otro tema del que hablaré después, para distinguir unas de otras. Por lo pronto, desde la llegada de López Obrador a la presidencia, la política hacia las organizaciones cambió diametralmente. A diferencia de Miguel de la Madrid y los presidentes que siguieron, quienes permitieron y apoyaron la labor de las organizaciones en ámbitos asistencialistas y mutualistas, en un sinfín de tópicos específicos, este presidente abroga para sí hasta lo que la sociedad podría hacer y en lo que podría contribuir.

Ese es otro de los temores de la cuarta transformación: que la sociedad recobre su impulso y vuelva a ser un actor protagonista del cambio. Pero de cambios no asociados a los partidos políticos, sino a la sociedad, que hacen ciudadanía y no clientela electoral.


Y para iniciados
Descuido o campaña contra Rabindranath Salazar Solorio, la foto filtrada sobre su supuesta asistencia a una llamativa pelea de box en Estados Unidos tendrá consecuencias. Los frentes están abiertos y si antes los rabines estaban preocupados por los de afuera, ahora tendrán que ocuparse de los de adentro. La feria de las lealtades sigue girando su rueda de la fortuna.

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