PERSPECTIVA, por Marcos Pineda.

Al paso de los años, de las décadas, fue difícil para las élites del poder aceptar que debían respetar las autonomías y soberanías de las entidades públicas que así están pensadas para la división y el equilibrio de poderes en una nación democrática. El Poder Ejecutivo se asumía como cuasi todo poderoso y se negaba, sexenio tras sexenio, a dejar de serlo.

Poco a poco, las oposiciones tanto de izquierdas como de derechas, aunque con más ahínco las de izquierda, impulsaron una agenda orientada a la construcción de instituciones y normas que otorgaran facultades para hacer cumplir los anhelados ideales de autonomía, independencia y soberanía, por muchos años solamente letra muerta.

Ya aun con las instituciones en operación, los titulares de la presidencia de la República, de todas formas, hicieron todo cuanto estuvo en sus manos para tenerlas bajo su control, colocando en los puestos clave a personas allegadas o sometidas a su voluntad. No fue sino hasta que la pluralidad en el Congreso de la Unión impidió que un mandatario tuviera el control de las designaciones, a través de los diputados de su partido político, entonces, el Partido Revolucionario Institucional, que se vio obligado a dialogar, llegar a acuerdos y consensos con las fuerzas políticas. La aplanadora legislativa del régimen hegemónico había llegado a su fin.

A la vuelta de los años, tras el histórico triunfo de Andrés Manuel López Obrador en el 2018, ante las dificultades que tuvo para someter a su control a las instituciones independientes y autónomas, echó a andar una estrategia para estigmatizarlas. Claros ejemplos de sus intenciones han sido los del Instituto Nacional Electoral, la Suprema Corte de Justicia y el Instituto Nacional de Transparencia. Pero hay muchos más.

Incluso en el caso de la Suprema Corte se mostró arrepentido de dos de las cuatro propuestas que presentó para la designación de ministros, quienes en el ejercicio de su autonomía no votaron a favor de las propuestas presidenciales, motivando con ello la ira de López Obrador, quien no ha parado de llamarlos corruptos, irresponsables, de haberse convertido en el “supremo poder conservador”, de estar al servicio de la oligarquía y cuanto usted ya sabe.

Si hay instituciones autónomas que siguen funcionando con relativa normalidad se debe a la fortaleza que las leyes definen para ello, pero no porque el Ejecutivo tenga la voluntad de respetar las facultades que esas mismas leyes confieren. Como no cuenta con los votos necesarios en el Congreso de la Unión para extinguirlas o reformarlas, su apuesta va por lograr una mayoría en las próximas elecciones tal que pueda hacerlo.

La vulneración a las soberanías y a las autonomías avisa del regreso galopante del régimen hegemónico, disfrazado de un cambio, de la transformación, que en el discurso pone en manos del pueblo las decesiones, pero, en la práctica, son del propio presidente y de nadie más. De lograr su objetivo electoral, en septiembre del próximo año podríamos dar un salto de 50 años atrás en el avance democrático del país.

La decisión será tomada por los electores, por lo cual, como nunca, hace falta incentivar la participación en la política y las elecciones.  

Y para iniciados

Las declaraciones de Cuauhtémoc Blanco Bravo sobre su relación con Andrés Manuel López Obrador, y la obediencia que manifestó hacia el mandatario, tendrán diferentes interpretaciones. Para el presidente, son miel para sus oídos. Representan la lealtad a ciegas que exigió a sus seguidores y colaboradores. Para los cercanos a Cuauhtémoc es un aviso para que sepan que quien tiene la última palabra es López Obrador. Para los opositores a Cuauhtémoc y para los constitucionalistas de a de veras, es la ruptura del pacto federal y de la democracia en sí misma. La vulneración de la soberanía en toda la extensión de la palabra.

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