PERSPECTIVA, por Marcos Pineda Godoy.

El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ha insistido, ante los señalamientos de sus adversarios, en que su gobierno no es una dictadura, sino una democracia. Sus argumentos son, básicamente: que no nada más se celebran elecciones, sino que ahora el pueblo es el que gobierna, se consulta al pueblo para tomar las decisiones, no existe represión y se respeta la libertad de expresión.

Sin embargo, de cara a las próximas elecciones del 2 de junio, para comprender plenamente a qué tipo de elección nos enfilamos, vale la pena hacer un análisis tomando en cuenta los conceptos y criterios desarrollados por diversos politólogos, acerca de lo que denominan “autoritarismo competitivo”, concepto en el que, cada vez más, desde mi perspectiva, cuadra el obradorismo.

Quienes iniciaron esta vía de análisis en el 2002, fueron Steven Levitsky y Lucan Way, con su libro titulado Elecciones sin democracia: El surgimiento del autoritarismo competitivo. Luego siguieron aportaciones de Andreas Schedler, en 2006, Valerie Bunce y Sharon Wolchik, en el 2001 y otros estudios más.

En suma, el autoritarismo competitivo se refiere a regímenes que combinan elementos tanto de la democracia como del autoritarismo. Hay elecciones, aunque no sean totalmente justas y libres, pues el aparato de Estado usa su poder para intimidar y manipular. Se cuenta con un sistema de partidos políticos que pueden participar en los procesos electorales, pero en franca desventaja al competir contra el partido en el poder. Encima, las instituciones independientes, como el poder judicial o los organismos autónomos y los parlamentos, son débiles o están controlados por el Ejecutivo.

Este tipo de regímenes se han extendido en el mundo durante el siglo XXI y, según estos autores, representan un reto para la democracia. Esencialmente, tienen apariencia democrática, pero en el fondo no lo son. Las diferencias del autoritarismo competitivo con los regímenes hegemónicos del siglo pasado y las dictaduras me parecen claras. En los regímenes hegemónicos, aún cuando se permitiera la existencia de partidos políticos, mientras el sistema electoral no fuera modificado, no habría posibilidad alguna de que la oposición llegara al poder por la vía electoral. En las dictaduras, la única vía para la transición a la democracia es la desintegración del régimen y la instauración de uno nuevo, regularmente por la vía revolucionaria.

La gran diferencia es que en los autoritarismos competitivos sí es posible que la oposición pueda arrebatar el poder al partido gobernante, pero solamente si deja de tener el control social y del electorado, lo que, por supuesto, es una prioridad para el gobernante. Los ejemplos más claros de este tipo de regímenes son Rusia, Venezuela y China. 

Concuerdo con López Obrador en que su gobierno no es una dictadura, pero tampoco es una plena democracia, consolidada y estable, sino una combinación de los factores que mencioné arriba. México está en la ruta del autoritarismo competitivo. Si Andrés Manuel no pierde el control social y logra debilitar lo suficiente a las instituciones independientes, autónomas -y a la prensa libre- tendrá la mesa puesta para sumar a México a esa lista de países donde hay elecciones, pero no democracia. De ahí la importancia que da a sus mañaneras, no para informar, sino para adoctrinar y manipular a una sociedad, que es la única que podría poner un alto a la construcción de un nuevo autoritarismo.   

Y para iniciados:

Pasa el tiempo y, como sociedad y ciudadanos con derecho a la información, seguimos esperando una respuesta, un posicionamiento tanto del gobierno estatal sobre la denuncia de la red de nepotismo encabezada por Cuauhtémoc Blanco Bravo, como de Juan Salazar Núñez, fiscal anticorrupción, para saber si abrirá o no una investigación de oficio. Si dejan pasar el tiempo, quizá pase a segundo plano en lo mediático, pero la huella dejada en su historial, sin duda será indeleble para ambos funcionarios públicos. 

La información es PODER!!!

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