PERSPECTIVA, por Marcos Pineda Godoy.

Los morenistas originarios, fundadores del partido político de Andrés Manuel López Obrador, que lo han seguido durante muchos años, están inconformes. Lo han hecho saber a sus dirigencias, tanto a la estatal como a la nacional, sin recibir respuestas efectivas a sus demandas.

A finales de 2018, una gran ola de respaldo popular en las urnas al proyecto de López Obrador llevó a diferentes puestos de elección popular a muchos que quizá ni lo esperaban. Para las elecciones intermedias, aunque la popularidad del ya presidente de la República siguió teniendo un peso específico, ya las circunstancias habían cambiado. Los triunfos de los morenistas y sus partidos aliados no se dieron en automático y hubo casos de sensibles derrotas.

En el nivel nacional ya no pudo el régimen refrendar una mayoría calificada en el Congreso de la Unión y tuvo que conformarse con la mayoría absoluta, muy útil, claro, pero insuficiente para llevar a cabo reformas constitucionales por sí solos. La negativa de dialogar, consensar y acordar trajo como consecuencia todas las complicaciones que hemos atestiguado desde septiembre de 2021, cuando asumieron sus cargos los nuevos representantes populares.

Imponer la llamada voluntad de la mayoría a las minorías opositoras ha dividido al país, bajo el argumento de que esa es la voluntad del pueblo, junto con la estigmatización de cualquier voz discrepante, el asedio discursivo contra la prensa libre y la persecución política contra quienes representan algún tipo de riesgo, usando las instituciones del Estado, pueden interpretarse como todo, menos como una democracia.

Llegado el momento de las sucesiones, en este año electoral las estafetas comienzan a cambiar de manos. Una parte lo ha entendido, los que quieren llegar, porque saben cómo funciona el sistema político mexicano. Pero, los que se van, son la parte que no entiende. Son las reglas no escritas de la política mexicana, que el mismo presidente se las ha recordado una y otra vez.

Hay estados de la República donde no ha habido tanta controversia para el tránsito del mando de unos a otros. Pero en Morelos, no ha sido así. El gobernador saliente, Cuauhtémoc Blanco ha querido imponer a sus cercanos, encontrando resistencia y, por supuesto, negándose a aceptar que el apoyo sea para otras personas.

López Obrador le dio el mando político a Blanco Bravo para que se hiciera cargo, junto con los partidos, Encuentro Social y Encuentro Solidario, rumbo a las elecciones del 2021, marginando a los morenistas de las principales postulaciones. El fracaso fue rotundo y está a la vista. Apenas y salvaron el registro local del PES y colocaron únicamente una diputación plurinominal.

Andrés Manuel no dejó de defender a Cuauhtémoc Blanco y le cedió la presidencia local de Morena a Ulises Bravo Molina, su hermano. No lograron ni unidad ni cohesión. Los procesos internos generaron divisiones y fracturas. Hoy la tensión al interior de su partido es más fuerte que incluso la de 2021. Y para cereza del pastel, el presidente atestiguó el repudio contra el gobernador, por parte de los mismos asistentes a la plancha del Zócalo que a él sí, a Andrés Manuel, sí le aplaudieron y reconocieron.

La parte que no entiende, esa que tuvo todo y no logró nada, puede generar para el proyecto de Morena en Morelos una auténtica catástrofe política.

Y para iniciados:

Hoy, en su mañanera, el presidente dijo que no va dejar el tema del presunto financiamiento ilegal a su campaña de 2006 que la DEA investigó y cerró en el 2011. Quiere explicar al pueblo que fue víctima de un ataque realizado con los llamados “bots”. Decir que el financiamiento por parte del crimen organizado es una falsedad y que él ha sido y es incorruptible, no ha sido suficiente, desde la perspectiva de López Obrador. El #NarcoPresidente, al parecer, vaya que llamó la atención y tiene preocupado y ocupado a Andrés Manuel.

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