LA LEY DE HERODES

Por Miguel Ángel Isidro

En la praxis de la política gubernamental mexicana, la Secretaría de Gobernación representa sin duda una de las áreas más importantes del gabinete federal.

Aunque en términos constitucionales la dependencia opera como un “ministerio del interior”, en términos prácticos, cada Presidente en turno ha utilizado a dicha secretaría como una extensión de su estilo personal de gobernar.

Durante la hegemonía priísta, la SEGOB fue una especie de “área de calentamiento” de presidenciables. Lázaro Cárdenas, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortínez, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría fueron titulares de Gobernación previo a su llegada a la Presidencia de la República; algunos otros personajes se quedaron en el intento: Manuel Bartlett Díaz, Francisco Labastida (primer candidato presidencial perdedor del PRI), Esteban Moctezuma y Santiago Creel son algunos de los personajes que, según las crónicas, en su momento aspiraron a convertir a la SEGOB en el trampolín de impulso a su carrera hacia la primera magistratura, pero que fracasaron en el intento.

A los titulares de la SEGOB se les han encomendado distintas tareas; desde el fungir como coordinadores del gabinete legal y ampliado; al trato y seguimiento de acuerdo con los gobernadores de los estados; la relación con organizaciones y partidos políticos; y de un tiempo a la fecha, la seguridad interior, en coordinación con las autoridades civiles y militares en la materia.

Hay una parte obscura de la cual las crónicas oficiales  no hacen referencia: la guerra sucia y la represión. La Secretaría de Gobernación tuvo a su cargo la operación de estrategias de seguridad nacional, instrumentadas y ejecutadas bajo completa discrecionalidad. A finales de la década de los ochentas, estos esfuerzos buscaron ser institucionalizados a través de la creación del Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional  (CISEN), cuyo director fundador fue uno de los más experimentados operadores de esa complicada mezcla entre fuerza policial y buró político: Jorge Carrillo Olea, militar de carrera, ex integrante del Estado Mayor Presidencial y probablemente, en sus tiempos de gloria,  uno de los hombres mejor informados del sistema político mexicano.

Desde la oposición, el ejercicio de la “inteligencia política” por parte del gobierno siempre ha sido severamente cuestionado. Y no es para menos. Desde las entrañas de la SEGOB y organismos como el CISEN (o su antecesora, la “Policía Política”, que para efectos legales se supone que en México nunca existió), se concibieron, operaron y se pretendieron ocultar a la luz pública acontecimientos controversiales para la historia reciente de este país: los fraudes electorales, la matanza estudiantil de Tlaltelolco en 1968; el Halconazo de 1971; la “Guerra Sucia” contra movimientos populares y opositores en los 70’s; las fuerzas paramilitares y las llamadas “guardias blancas”, la recíproca infiltración entre policías y bandas crimínales, y la mal llamada “Guerra contra el narco”, que no fue otra cosa que el nacimiento, empoderamiento y diversificación de las mafias criminales en México.

Uno de los más severos estigmas que pesan sobre Gobernación es el de fungir como entidad responsable del espionaje político en México.

En ese contexto, el anuncio efectuado por el actual Presidente Andrés Manuel López Obrador al inicio de su sexenio en el sentido de abrir al conocimiento público los archivos del CISEN, terminar con el espionaje político y desaparecer el Estado Mayor Presidencial, sin duda representó un parteaguas en la vida política nacional.

Pero, más allá de los golpes mediáticos espectaculares, valdría la pena preguntarse si el cambio de régimen ha implicado el inicio de una nueva era en el manejo institucional de la seguridad nacional y la política interior en materia de gobernabilidad.

Sin duda, la llegada de Olga Sánchez Cordero a la oficina “número dos” del gabinete federal marca un cambio profundo en la institución; no sólo por ser la primera mujer en toda la historia del país en ocupar ese importante cargo, sino también por contar con una sólida trayectoria judicial, que alcanzó su punto más alto en los 20 años que se desempeñó como ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Aún con sus destacadas credenciales, ha sido notorio el severo desgaste que Sánchez Cordero ha enfrentado al tratar de seguir de cerca el discurso y el personal estilo de su jefe, el Presidente López Obrador.

Difícil seguirle el paso a un Jefe de Estado que diariamente descalifica a sus críticos. Que ha sido selectivo con sus interlocutores. Que se confronta con estructuras de poder que, en efecto, son corruptas, pero que al final del día ahí están -representadas en sindicatos, organismos no gubernamentales, iglesias, partidos- y que al final del día es con quienes se tiene que construir la gobernabilidad. No es que nos simpaticen: es lo que hay.

El último tropezón de la ministra del interior consistió en declarar -aunque después se quiso retractar- que la dependencia a su cargo está dialogando con grupos  civiles armados en distintos puntos del país, como una iniciativa “hacia la pacificación nacional”.

De hecho, la declaración vino en respuesta a las quejas lanzadas por los gobernadores de Tamaulipas –Francisco Javier García Cabeza de Vaca– y Michoacán –Silvano Aureoles-, quienes denunciaron que en los días previos el subsecretario Ricardo Peralta, con representación oficial, habría sostenido encuentros con grupos de las denominadas “autodefensas” en ambas entidades, en las que se habría detectado a personajes vinculados al crimen organizado.

La respuesta de Sánchez Cordero dejó más inquietudes que certezas. Se desconoce cuál es la estrategia del gobierno federal en materia de lo que ellos mismos llaman “pacificación”, qué papel juegan en esto la Secretaria de Seguridad Pública y la recién creada Guardia Nacional. Lo que saltó a la vista es que a la ex ministra Sánchez Cordero y a su equipo de colaboradores no se les ocurrió que sería importante tocar base con los gobiernos locales para coordinarse en estos esfuerzos . Por lo visto, están también inmersos en la retórica lopezobradoristas de ver “adversarios” y “conservadores” por todos lados.

Mención aparte merece la política de comunicación de la SEGOB. Se mantiene ausente de temas importantes de la agenda -seguridad, migración, atención a grupos y comunidades vulnerables-, pero concentra la mayor parte de sus esfuerzos en tratar de aclarar un día sí y otro también lo que la secretaria y su equipo han hecho o dejado de hacer. En otras palabras: la SEGOB de Sánchez Cordero no comunica. Es un desastre.

De manera supralegal, en los tres últimos sexenios se le dio a la SEGOB un papel preponderante en la agenda de seguridad interior. Por supuesto los resultados fueron desastrosos. El problema es que no se trata de desarticular de golpe instituciones como el CISEN o el Estado Mayor Presidencial: lo deseable era ponerlos al servicio del interés nacional y no sólo del grupo en el gobierno.

El Presidente López Obrador se contenta con decir, basado en sus propias fuentes que “el pueblo está feliz, feliz, feliz”… pero más allá de la retórica del “pueblo bueno y sabio” y la “mafia del poder”, valdría la pena entender con quién dialoga este gobierno, con qué objetivos y en qué tiempo se esperan tener resultados.

Por lo pronto en el terreno de la política interior, la SEGOB de Olga Sánchez Cordero se mantiene en un juego tan ambiguo como peligroso: el del teléfono descompuesto.

¿Quién pagará los platos rotos?

Veremos y comentaremos.

Twitter: @miguelisidro

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