PERSPECTIVA, por Marcos Pineda.

Las iniciativas de reforma electoral del presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, tienen mucho más de fondo que el abaratamiento de los costos del sistema electoral. Encierran y esconden un propósito político de largo alcance: proveer de condiciones jurídicas y operativas para la conservación del poder en manos del hoy partido político mayoritario, Morena.

Parte de la población ha creído en el discurso presidencial, principalmente las huestes morenistas, de quienes, no me queda duda, ni siquiera leyeron y analizaron a fondo las propuestas de reforma.  Pero otra parte no, la que ha sido crítica de las consecuencias que traería, en lo inmediato y en el largo plazo, el debilitamiento de las estructuras electorales independientes del gobierno y la posibilidad de que se abra de nuevo espacio para la comisión de irregularidades, sin que pudieran ser severamente sancionadas por las autoridades electorales, además de las violaciones al marco constitucional y al proceso legislativo, que los partidos opositores han denunciado.

Esto propició la realización de concentraciones masivas en repudio tanto a la frustrada reforma constitucional, como, ahora, al llamado Plan B.

La primera tuvo como bandera principal la defensa del Instituto Nacional Electoral (INE), en tanto organismo autónomo e independiente del Poder Ejecutivo, responsable de la organización de las elecciones, defendiendo, a la vez y de fondo, al sistema democrático mexicano, que pretendía ser modificado de manera sustantiva a través de una reforma constitucional, que finalmente no prosperó, al no contar el presidente con los votos necesarios para imponerla en el Congreso.

La segunda, se llevará a cabo después de que el Plan B sí logró ser impuesto con los votos de los legisladores de ambas cámaras, diputados y senadores, al que ya sólo falta su publicación en el Diario Oficial para entrar en vigor, pero que todavía será objeto de escrutinio en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que tendrá la histórica tarea de dar su visto bueno o suspender su aplicación, para luego hacer su declaratoria de invalidez jurídica.

Lo de los altos sueldos de los consejeros electorales, la duplicación de funciones de los órganos delegacionales, distritales y los OPLES, así como acusar, sin pruebas, de corruptos y cómplices de fraudes a los actuales funcionarios electorales no es más que una cortina de humo: es el intento por desviar la atención. Pero, ayer, el presidente se fue más lejos, fiel a su forma de hacer política, atacando a quienes no piensan como él.

Las declaraciones de López Obrador en la mañanera acerca de que quienes acudan a la marcha son los que están a favor de que regrese el régimen de corrupción, encendieron los ánimos. Y de inmediato surgieron los cuestionamientos de por qué no dice nada acerca del artífice del fraude electoral de 1988, Manuel Bartlett Díaz, que forma parte de su gobierno como director de la Comisión Federal de Electricidad y fue el responsable de procesar la internacionalmente famosa “caída del sistema”. Y por qué no ha tocado el tema de los miles de millones de pesos utilizados de manera irregular durante su gobierno, que ya fueron detectados y expuestos por la Auditoría Superior de la Federación. Y tampoco dice nada de las argucias legales con las que su protegida en la Suprema Corte está intentando salvarse de una sanción por haber cometido presuntamente el plagio de una tesis para titularse como abogada.

Nos queda claro ahora su discurso, aquel de “al diablo con sus instituciones”, que pronunció al autoproclamarse presidente legítimo en el 2006 y dar un sueldo de 50 mil pesos mensuales a los miembros de su llamado gabinete legítimo, además de otros de sus colaboradores. Lo que quiere son sus propias instituciones, las que respondan a su proyecto político personal. El pueblo y los pobres para él son herramientas, que tiene ahí, como él dice, bien maiceados con los programas sociales, para cuando los necesite.

 Y para iniciados

Fechas van y vienen en los trascendidos sobre la solicitud de licencia de Cuauhtémoc Blanco al gobierno de Morelos, exhibido por inaugurar una obra sin terminar y presentarla como un gran avance para una comunidad indígena. Unos dicen, como la canción, que “para abril o para mayo”. Otros que a principios de junio. Otros, como otra canción, “diles que sí, pero no les digas cuándo”. Lo cierto es que Samuel Sotelo tendrá que hacerse cargo unos dos o tres meses de la gubernatura, mientras el Congreso designa a un gobernador sustituto. Ya es cuestión de tiempo. 

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